Febrero de 1939, Francia nos abandonó…
España, febrero de 1939. Había que dejar ese infierno lo antes posible. Lo recuerdo muy bien. Durante más de doce días, no había asomado el sol y tengo grabada en mi memoria la imagen de un cielo todo oscuro y, de repente, eléctrico y ensordecedor. De ese maldito cielo caía el fuego. De ese infausto cielo nos caían por encima a mantas esas bombas ardientes que desgarraban el aire, nos despedazaban el alma a todos y hacían añicos a los desafortunados. Desde ese puñetero cielo nos miraba Franco, eso lo decía yo, a lo mejor por ser pequeñita. El silbido de los aviones nos pisaba los talones. No nos daban tregua y por eso, caminábamos deprisa, agachados para evitar los pedazos afilados de las bombas que volaban por los aires. Huíamos vuelta la cara hacia ese cielo tan asesino. Cuando nos llegaban esos rumores de fosas, de violaciones, de ejecuciones, corríamos a tontas y a locas… El país se nos había desmoronado y fue la esperanza de llegar a Francia la que nos sacó un poco adelante.
Los cuerpos hechos pedazos marcaban nuestro camino hacia la frontera, hacia la libertad. Fueron muchos los que habían emprendido el camino. Venían de todos los pueblos. Después de muchos días infinitos de esfuerzos heroicos, alcanzamos por fin Le Perthus. Los había que iban sin rumbo fijo por el susto, por encontrarse sin familia, sin nada. Muchos de nosotros llorábamos a mares, un llanto desconsolado, doloroso, de rabia.
Los franceses decidieron cerrar la frontera y se formaron colas interminables de gente aterrada, colas de carretas, de coches, de camiones, de burros y caballos que abarrotaron en un soplo el lugar. Teníamos el cuerpo desgastado por el mucho caminar y la moral por los suelos. Estábamos rotos. Se oía a gente que pedía socorro a gritos, a niños que llamaban desesperadamente a sus padres; había quien dormía en el mismo suelo mojado, helado y esos hombres que llegaban a chorros, a rastras, con heridas abiertas, gemían, cojeaban, andaban con palos que hacían las veces de muletas, manchada la ropa de sangre. Habíamos esperado horas infinitas delante de estos ‘gendarmes’ que ni se inmutaron al vernos tan venidos a menos, tan destruidos. Lo recuerdo como si fuera ayer. No perdimos la ilusión, pero caímos en la cuenta de que los franceses no querían acogernos. No nos aceptaron. Habíamos dejado el infierno y nos encontrábamos con otro.
Nos separaron. Muchos refugiados fueron llevados a un campo llamado Gurs, otros a Argeles. Nos hacinaron en Argeles, en ese maldito campo como si fuéramos unas reses de un ganado perdido, un campo sin refugio alguno para resguardarnos de las inclemencias. Nos dieron tablas y nos dijeron que construyéramos las barracas y las levantamos en un dos por tres. Estos barracones carecían de todo y la verdad era que no nos cobijaron para nada. El viento y la lluvia nunca nos dejaron dormir. En ellas vivíamos apiñados, en la suciedad y el polvo de la paja.
Las playas se convirtieron muy rápido en una inmensa cárcel de arena rodeada de una triple alambrada: los franceses nos tenían acorralados. Teníamos los pies, a veces, las rodillas, cubiertos de barro. Me pasaba las horas llorando, añorando mi tierra, mi casa, a los míos. El frío me desgarraba las carnes y el viento me secaba las lágrimas. La mayor parte del tiempo, vivíamos fuera y, por lo tanto, tuvimos que quemar muchas de las tablas previstas para las barracas. Nos calentábamos alrededor de unas hogueras. Teníamos hambre, mucha hambre y casi nada nos dieron los franceses. Temblaba de frío más de día que de noche. Recuerdo que de noche, papá no dormía, me abrazaba dentro de su abrigo y dormía pegada a su corazón, en el calor de un cuerpo huesudo, que tiritaba, ¡pobrecito! Las pasó negras. Lo poco de comida que él tenía me lo daba, lo poco que él conseguía de día se lo guardaba y me lo ofrecía de regalo. Y cuando comía aquel trozo de pan con ganas, él sonreía: le alegraba verme comer así, sonriendo.
A veces, algún que otro camión entraba en el campo. Todos corrían y pedían pan con rabia y nos lo echaban. Los trozos tocaban las nubes y caían en el lodo, pero poco importaba: nos lo comíamos con tierra, nos lo comíamos todo. Habíamos dejado el infierno y nos encontrábamos con otro. Estábamos defraudados. Muchos de entre nosotros enfermaron, otros murieron. Los sepultaron en la misma playa, en la arena: no tenían otra opción. Nadie nos hacía caso. Nos habían encarcelado y nos sentíamos abandonados. Nos moríamos.
Aparecieron otros inquilinos en las barracas: las moscas, un asco; los mosquitos, una tortura constante; los piojos, una pesadilla y las ratas, una plaga y otro suplicio más porque corrían sin parar y no nos dejaban dormir. Por la noche, las oíamos correr por debajo de las tablas y temíamos que nos comieran. Muchos de nosotros tuvimos la punta de la nariz, las orejas o los dedos de los pies mordidos. Convivíamos con ellas a pesar nuestro. Eran otros enemigos que nos reducían a seres insignificantes. Nos sentíamos poca cosa, la verdad.
Papá se acostumbró a acostarse muy tarde. De noche, se iba a hablar con otros hombres, refugiados también. Lo único que yo había oído eran estas frases: “hay que aunar las posturas” y “quemaremos el puente”. Un día, al amanecer, un hombre alto, fornido, se acercó a papá, sacudió el cuerpo yerto de frío y lo sacó del sueño. El hombre lo miró a los ojos unos segundos y le dijo:
– Las palabras tienen peso. La libertad es cosa de todos. Tienes que cumplir con tu papel.
No entendí nada, pero papá sí. Me miró de reojo y agachó la cabeza sin mirar al hombre. Poco después, una lágrima corrió por una de sus mejillas. Sabía cosas que yo ignoraba. El hombre de las gafas prosiguió:
– A las tres de la madrugada, bajo el puente. La emboscada está preparada.
Papá se fue, no supe a qué hora, pero se fue sin darme un beso, sin explicaciones. Se fue como poseído por el deber y nunca regresó. Me dejó sin familia, a solas, en medio de una cárcel asesina. Los franceses hicieron de mi pápa un preso y los alemanes me lo mataron. Había dejado el infierno y me encontraba con otro.
Ahora sé que mi padre se metió en la resistencia francesa y se alzó contra las garras de los alemanes. Luchó como muchos otros hombres en la sombra. Se hicieron guerrilleros. Papá albergaba la esperanza de que Francia me ayudara, después de la guerra, a volver a casa, a España. Se ilusionó al apoyar a los franceses. Nuestra esperanza, tan ingenua, se hizo astillas después.
Texte écrit par Bel Bahloul
Correo electrónico : bel.bahloul@laposte.net
Febrero de 1939. | ||
01 | El relato. | |
02 | Vocabulario. | |
03 | Unas preguntas. | |
04 | El documento del alumno. | |
05 | Leer, buscar, contestar. | |
06 | Traducir unas frases. |