Acoso en clase : Le voy a contar lo que me pasó a mí cuando yo tenía doce años. Se lo voy a contar para que los padres estén enterados y que cuiden más de sus hijos.
Era un alumno serio, eso lo decían mis padres. Me gustaba sacar buenas notas y la sonrisa de los profesores, cuando me devolvían mis tareas, me alentaba a hacer más. Al salir de la escuela, iba corriendo a casa y cuando mi madre me veía tan alegre, sabía lo que me pasaba. Me apretaba entre sus brazos. El sabor de sus besos es algo que nunca olvidaré. Entonces, ella llamaba enseguida a mi vecina Dolores, a la otra vecina María del Carmen, a mi padre que trabajaba en otro país. “Te regalaré algo, te regalaré algo” decía papá muy orgulloso de mis triunfos. Las buenas notas llenaban la casa de felicidad y embellecían a mamá.
Pero, muy pronto, los buenos resultados que yo conseguía a duras penas hicieron de mí el blanco de todas las miradas. Mis compañeros hablaban de mí continuamente. Hubo quien dejó de jugar conmigo. Seguí trabajando, pero no con tanto afán. Empecé a tener miedo. Las notas que solían ser muy altas bajaban. Al no hablarme, me ponían aparte. Estaba aislado y por supuesto, era vulnerable, frágil. María, una compañera mía, me miraba con pena…
Estaba Juan en la clase. Lo recuerdo muy bien: era un chico que me llevaba dos años. Tenía el pelo largo y su corpulencia hizo de él el jefe, y muy pronto el matón. Todo lo ponía nervioso. Se enfadaba diez veces al día y cuando hablaba alto, todos dejaban de jugar para escucharlo. Daba la pauta en toda la escuela. Atraía a los más pequeños que entraban en la corte que le rodeaba y los medianos lo admiraban porque él sabía mucho de armas. Los dejaba pasmados, los manejaba a todos. Nadie consiguió doblegar a Juan, ni los profesores. Era el cabecilla. Un día, Juan se acercó a mí y me sacó lo poco de dinero que yo tenía en la cartera. María lo oyó todo… “Si te chivas, te pasará algo peor. Aguanta o revienta. Baja los ojos. Te digo que bajes los ojos. Te vas a enterar de quién soy », me dijo. Callé. Papá nunca me enseñó a protegerme, a cuidar de mí…
Un día, el dinero, otro día, mi reloj, después, los insultos, los golpes, las amenazas. María lo sabía todo… Volví a casa con magulladuras y unos arañazos. Mi madre se dio cuenta al instante, pero la tranquilicé diciéndole que me los había hecho jugando. Ocultaba las frases peyorativas que me habían escrito en mis libros. Comunicaba cada vez menos con mi madre. Me encerraba en mi habitación para destruir las malas tareas. Dormía poco, muy poco. Eché para atrás todos mis proyectos. La realidad se impuso a mis sueños y borró el futuro que me había construido. Papá estaba tan lejos… Nunca me enseñó a defenderme…
Cada día, el mismo infierno. Temía ir a clase: era como ir a una sala de tortura. Para que me dejaran tranquilo, me negué a aprender y dibujaba en vez de hacer los ejercicios de matemáticas. Uno de los profesores quiso concertar una cita con mamá, pero le dije que estaba en el hospital y que era mi abuela la que estaba en casa. Los insultos diarios acabaron con la poca energía que me quedaba.
Me culpaba por ser buen alumno, por no tener a papá junto a mí, por interesarme en lo de la escuela, por no ser fuerte. Me hundía en una profunda culpabilidad y cada día que pasaba, sufría aun más autodestrucción, más ruina. Tenía la moral por los suelos y el volver a levantar cabeza me parecía algo insuperable. Toqué fondo, sí toqué fondo: estaba en lo más bajo. Mis piernas y brazos llevaban las huellas de una violencia extrema. Estaba todo amoratado. Decidí pasarlo por alto. Recuerdo ese día en el que Juan, el cabecilla, congregó a los demás y me agredieron. Lo pasé muy mal. Quería suicidarme: lo veía como una salida.
El hablar con María me valió de mucho… Menos mal que estaba en mi clase. Se acercó a mí y me alentó a plantarle cara al derroche de insultos y de violencia al que desgraciadamente estaba acostumbrado. Ella me preparó para hacer frente al matón. Al salir de la escuela, Juan me llamó y me espetó cara a cara: “quiero dinero”, me dijo. Lo miré fijamente y le dije: “el grifo está cerrado y es para siempre. Mi padre se las verá contigo. Es policía. Lo vas a pagar todo”. Cogí la cartera y apreté el paso a casa. Esa mentira me protegió hasta el final del curso. Con María a mi vera, empecé a valorar mi vida.
De todo lo que me ocurrió saqué un buen aprendizaje. Terminé mis estudios y me casé con María. Tenemos un hijo. No dejo de hablarle. Me meto en lo que hace y en cualquier juego le inculco a ser fuerte, a defenderse. Le acompaño a la escuela y comunico con sus amigos para mostrarles que su papá existe y que está sobre aviso. De vez en cuando los invito a casa a beber algo.
Y le voy a decir lo que me pasó hace poco. Lo del acoso pasó hace unos veinte años. La semana pasada, vino un hombre de unos treinta años a la comisaría. Soy comisario – un poco gracias a lo que me pasó -. El hombre se sentó. Me dio su nombre y apellido: Juan González-Morera. Era fuerte, tenía el pelo largo. Lo reconocí: era Juan, el cabecilla que tanto me hizo sufrir. Dos hombres lo agredieron: le robaron el coche. Juan tenía los ojos húmedos.
Texte écrit par Bel Bahloul
Correo electrónico : bel.bahloul@laposte.net
Acoso en la escuela. | ||
01 | El relato. | |
02 | Vocabulario. | |
03 | Unas preguntas. | |
04 | El documento del alumno. | |
05 | Leer, buscar, contestar. | |
06 | Traducir unas frases. |