- A mí no me líes. Ya te dije que sólo fue un ligue, nada más. No deseo saber nada del tema.
Eso fue lo que le dijo Paco a Ana y ya no volvieron a verse ni a llamarse.
Ana se encontró solita y guardó en lo más hondo de su alma su secreto. Ya sabía una cosa, que ese secreto iba a ser un bombazo. Con apenas quince años, con la cama cubierta de peluches, con un cuerpo sin hechuras de mujer, Ana se quedó embarazada a raíz de una relación muy complicada. Paco le hizo un bombo y desapareció. Al principio, Ana no lo quería aceptar y se resistió a confesar lo que le pasaba, a lo mejor por vergüenza o por temor al escándalo que iba a armar su madre, doña Helena. Por desgracia, Ana dio en el clavo.
Lloraba a mares día y noche, siempre a escondidas, sin jamás dar con el consuelo. ¡Qué palo!, decía al mirarse en el espejo. Empezó a interesarse por la ropa ancha, lo cual levantó sospechas. Su mamá la miraba muy rara. El paso del tiempo hizo su obra, lo normal, y desveló lo que no se podía negar ni ocultar: el cuerpo de Ana se estaba preparando a gestar a un nuevo ser humano. Los mareos, los dolores en la barriga, el aumento del pecho, las ganas de dormir y toda la pesca eran el pan de cada día y, por ende, la muchachita se vio abocada a decir la verdad, una verdad reñida con la adolescencia.
- Mamá, te voy a decir una cosa. No te pongas furiosa, ¿eh? Es que…, estoy embarazada.
Se lo dijo así a secas, sin más. La noticia le demudó la cara a doña Helena y desató el pánico en casa. Se le subió la sangre a la cabeza y se echó a dar gritos. Le tiró a Ana todo lo que tenía a su alcance: unos vasos, dos platos, una caserola, una silla, un bote de algo. Andaba echando chispas y al ver lo cabreada que estaba, Ana corrió hacia su cuarto para ponerse a salvo. Doña Helena la hartó de insultos: «eres una perdida y tu novio, una basura, un cobarde», se podía oír desde la calle. «Está perdiendo los estribos» comentaban los vecinos oyendo el ruido inacabable de los platos que se rompían contra las paredes. La noticia conmocionó a todos los miembros de la familia y los tíos y abuelos se preguntaban «cómo era posible que una chica de quince años tan seria pudiera alcanzar tal extremo».
Al enterarse de lo ocurrido, muchas de sus amigas le dieron la espalda. Hubo quien dejó de hablarle. A casa, ya no venía nadie. En casa, ya no se hablaba, incluso durante las comidas. Hubo un montón de portazos, muchas cenas a medias e incluso peleas. Ambas se quedaban encerradas en su habitación y de vez en cuando, se oían sollozos tanto de Ana como de su madre. Acudir a clase, ni hablar. Las miradas que Ana sentía a la espalda al caminar por el pueblo, las llamadas que recibía de los tontos de turno a las que no se atrevía a contestar, los mensajes que le llegaban al móvil eran presiones que iban conspirando contra ella. Por ser madre a tan temprana edad, Ana se convirtió en el blanco de las críticas, en el hazmerreír del barrio, en la vergüenza de la calle Zamora. Lo estaba pasando fatal. El día a día era una tortura psicológica en toda regla. Tuvo que demostrar mucho aguante, mucha paciencia para pasar por tantos malos tratos.
Y un día, se armó de valor: decidió tomar las riendas de su propia vida. Después de muchas riñas con su madre, consiguió que ésta se tragara su propio orgullo y que aceptara, a pesar de todas las dificultades que se avecinaban, este cambio radical. Doña Helena ultimaba los preparativos y Ana, «una mamá en ciernes», como solía decirlo ella misma, peleona como nunca lo había sido, renunció a ser sí misma: sus sueños de niña, sus ilusiones de adolescente, sus proyectos como mujer cayeron en saco roto. Abandonó el camino que se había ideado y emprendió otro que exigió de ella un salto repentino a la edad adulta. Colgó sus aspiraciones y cargó con nuevas responsabilidades.
Dio a luz a una niña, a Alba. Doña Helena andaba mal de dinero y el sueldo que cobraba estaba por el suelo y, por supuesto, no le alcanzó para mantener a la familia. Ambas mujeres no tenían lo suficiente como para criar a la nene con ropa, zapatos y buena comida. Entonces, Ana se puso otra vez las pilas, se independizó y se fue a Madrid a buscarse la vida. Trabajó de camarera, de asistente, de portera. Hizo de todo para ganarse el pan.
Ana se centraba en la crianza de la nene, bregaba con ella cuando, para sorpresa de todos, apareció Paco al cabo de unos meses:
- No me grites, Ana, por favor. Déjame que te cuente unas cosas. Me odias. Me lo esperaba y me estás mirando con cara de asco, pero yo nunca, nunca he dejado de quererte. Vivir sin ti ha sido un suplicio. La verdad es que estoy hundido. Vengo como apoyo, si me quieres aceptar… Te confieso que me equivoqué de medio a medio.
- Somos igual de responsables, le dijo Ana. La culpa, la tiene nuestra edad.
- No lo veo así, prosiguió Paco. Me faltó valor cuando me dijiste que estabas embarazada. Me asusté. Pero, hoy, he cambiado. He movido ficha. Creo que lo he superado… Me dijeron que soy un capullo de mierda… No te rías de mí… Lo soy sin duda alguna.
Por primera vez, desde hacía muchísimo tiempo, Ana esbozó una sonrisa.
- ¡Aquí está tu hija!, le dijo mirándole a los ojos. Te necesita para vivir.
Texte écrit par Bel Bahloul
Correo electrónico : bel.bahloul@laposte.net
¡Aquí está tu hija! | ||
01 | El relato. | |
02 | Vocabulario. | |
03 | Unas preguntas (ppt). | |
04 | Unos ejercicios. | |
05 | Leer, buscar, contestar. | |
06 | Unas frases. |