Me moría por mi mamá, pero la miraba con malos ojos. Por aquel entonces, yo tenía diez años y recuerdo que la marcha inesperada de papá fue un trago amargo para mí, un caos para mamá. Yo no lo pude aguantar, tampoco ella que no se resistió a la llamada del alcohol. Nunca podré pasar página a toda la vergüenza por la que me hizo pasar. Vivíamos felices y de un día para otro, la cosa se puso chunga.
Muy rápido, mamá cogió malos hábitos. De noche, salía de copas con unos amigos. Le gustaba agarrarse a la barra. Regresaba a casa a las tantas, borracha perdida. No di la campanada. Me quedé callado esperando cada día una mejora que nunca llegó hasta que un día me armé de valor para cantarle las cuarenta, pero desistí. No me sentí capaz de hacerlo porque ella siempre quería ponerse de ejemplo. Yo no deseaba decepcionarla. Mamá apestaba a alcohol y cada vez estaba más delgada, pero no perdí los nervios.
Seguía contemplándola con cariño pensando que el día de mañana, me despertaría con otro cielo. El que me tocó iba a ensombrecer toda mi infancia. A los once años, apenas acababa de soplar las velitas de mi cumple cuando la vi que se tambaleaba. Tenía las manos que le temblaban. Fue un trauma. Sufrí el mayor varapalo de mi vida al verla en ese estado. Se emborrachaba, pero no se veían las botellas que iba vaciando. Las tenía ocultas. Ni hubo forma de hablarle del alcoholismo ni de sus estragos. No quería oír nada. Noté que su pelo y su tez iban cambiando de color. A pesar de lo vivido, no perdí los nervios.
Mamá bebía más de la cuenta. Un día, me alegré al verla a mi lado camino al cole. Pero me di cuenta al instante de que ella me acompañaba con dos copas de más y al llegar delante del cole, se dio un batacazo. Me avergoncé. La mujer se quedó unos minutos sentada en la misma acera con la nariz sangrando. Vi por vez primera el color de su sangre, otro suplicio. Me pesa mucho decir eso. Así que cuando la veía esperándome los otros días, me quedaba sin aire. Temía por ella, por mi imagen, por nuestra relación. A mamá le dolían los dientes. Los tenía picados, amarillos y negros, un espanto, pero no perdí los nervios.
La guinda del pastel fue que descubrí una botella medio vacía detrás de un macizo de flores en el jardín, otra en el garaje, dos en el cuarto de baño, una en el sótano de la casa. Por el suelo del desván, había la mar de envases con los que me tropezaba. La casa escondía un montón de botellas de vino. Mamá empinaba el codo a escondidas y con las persianas bajadas: el comedor a oscuras, la cocina a oscuras, su habitación a oscuras. El alcohol se había llevado a mi mamá. Nunca la vi tan pequeñita. Se hacía cada vez más frágil, pero no perdí los nervios.
Apenas nos alcanzaba el dinero que cobrábamos. Nos manteníamos con él, pero no daba para más. Cocinar en casa, ni hablar. Sólo pan y queso, era lo de siempre. Llevábamos una vida de lo más humilde entre las penurias, los olores a vino, las caídas, los insultos de mi madre, sus ausencias, sus silencios infinitos y mis ganas de huir de casa. Ese vivir sin vivir me iba llevando a tal extremo que me rondaba por la cabeza la idea de fugarme de casa, pero yo no tenía planes decididos. La veía como una salida, un profundo respiro. Estaba bajo de moral, como hundido, porque la salud de mamá se iba a pique y era, muy a mi pesar, el testigo de su decadencia. Estaba tan chupada que una ráfaga de viento hubiera podido llevársela. Era una pena, pero, con todo, no perdí los nervios.
A veces, ella me decía « – Paco, me voy de compras. ¿Quieres que te compre algo? No sé, lo que sea ». Por las mañanas, mamá era una joya de madre, un encanto de verdad, pero después… La veía con un bolso en la mano, pero lo que pasaba era que no volvía. Cogía botellas de todo y otra vez al lío: se metía en lugares poco transitados y a beber. Tragaba ese mal vino en los rincones de los parques. Al llegar a casa, borracha como nunca, recitaba de carrerilla todo lo bebido. Estaba orgullosa de lo que había hecho y yo la miraba con pena, con asco también.
Tiraba de la casa sin rechistar, pero llegó un día en que me cansé de verdad. Me pasé un montón de noches en vela. Me quedaba sentado en la cama, apoyada la cara en las manos. Me imaginaba navegando hacia países desconocidos, me veía andando por los montes con mi novia de la mano, fantaseaba con correr por una cancha. Eran imágenes que se me ocurrían muy a menudo. Eran un alivio, una alegría, nuevos aires. La verdad era que la enfermedad de mamá me traía de cabeza.
Una tarde, saqué del armario de papá una cajita de cartón donde había un montón de documentos de todo tipo. Me topé con unas fotos de mamá. Se veía lo enamorada que estaba de él. Era guapa. Me eché a llorar: aquella mujer formaba parte del pasado, la que estaba conmigo era otra. Mamá llamó a la puerta, entró, echó una ojeada a las fotos y me apretó entre sus brazos. Sentí el calor de su cuerpo reseco. Cerré los ojos y me dejé llevar por este infinito arrebato de amor. Lo vi después como un destello de esperanza.
Texte écrit par Bel Bahloul
Correo electrónico : bel.bahloul@laposte.net
Mi mamá bebía. | ||
01 | El relato. | |
02 | Vocabulario. | |
03 | Unas preguntas. | |
04 | El documento del alumno. | |
05 | Leer, buscar, contestar. | |
06 | Traducir unas frases. |