El viaje de la bestia.

bar10

 

La noticia le cayó a Ana como un jarro de agua fría. Al encender la tele, vio a su esposo que andaba cabizbajo, medio desnudo, rodeado de cuatro policías. Tenía las manos esposadas.

Antonio Morena López tenía mujer e hijo como cualquiera de nosotros. Trabajaba de banquero en Salamanca y se volcaba por los cuatro costados para acertar en todas las misiones que le daban. Muchos lo tenían en estima por gestionar la cartera de gente de alto copete. Era todo un caballero, un padre tierno, un esposo dedicado, un amigo de toda la vida.

Pablo, un amigo suyo, llevaba muchas semanas hablándole de su viaje a Filipinas y le comentaba lo barata que era la vida allí, lo amable que era la gente, lo guapas que eran las chicas y lo rica que era la comida. « Es una gozada », le machacaba cada día. Consiguió meterle entre ceja y ceja esa idea de ir por las calles de Manila.

Y un día, ni se lo pensó dos veces. Llegó a casa y le dijo a Ana que tenía que ir a Filipinas para unos asuntos que no podían esperar. Recogió lo suyo, se afeitó, se puso guapo. Le gustó verse tan arregladito y se fue de prisa y corriendo.

Nada más llegar a Manila, Antonio se fue a dar una vuelta. En el hotel, se miró en el espejo agrietado. Fue a dar un paseo y de repente se encontró en un barrio de mala muerte. Con la mochila a cuestas, unas chanclas, una camisa de flores, unos pantalones cortos, iba por una avenida y ya notaron quién era. Se empapó de las músicas, de esas miradas cómplices, de esos deseos de bienvenida que lo llevaron sin que se diera cuenta a un ‘bikini bar’. Las jovencitas que poblaban el bar lo miraban con ternura y le sirvieron unas copitas esperando una señal de aquel caballero.

Antonio estaba despistado. El efecto del alcohol empezaba a nublarle el juicio. Ya no sabía cuántas copas había vaciado, había perdido la cuenta. Le presentaron a una joven de quince años que hacía de fregona, de esclava en el bar y de inmediato, se le alargaron los dientes. Ya tenía carne fresca, se la comía con los ojos y de golpe algo en él se rompió. No perdió de vista a esa criatura. En las calles, Antonio iba de la mano con ella y ella, a pesar suyo, consiguió llevarlo hasta una casa que hacía las veces de hotel. Era un asco la habitación. Estaba a tope de hatillos, olía a humedad y tenía todas las paredes desconchadas. Antonio se sentó en el colchón. Se miró en el espejo roto y se sorprendió por la mala pinta que tenía. Agarró a la joven, la tiró al suelo, le desgarró la camiseta, se dejó arrastrar por la fuerza de su instinto, pero la joven lidió y lidió, dio gritos de socorro y dos agentes de la policía irrumpieron en la habitación.

En seguida, a Antonio se le cayó la cara de vergüenza. Le entraron los temblores y los policías que estaban hasta las narices de ese tipo de turistas lo pusieron como un trapo. Uno de ellos que le estaba esposando le soltó:

-«Te vas a cagar, ¡guarro! Quien le hace eso a una niña es una mierda en toda regla. Estábamos al acecho en cuanto te vimos con la camisa de flores. Hace dos horas que te pisamos los talones. Aquí, las bestias mueren en las celdas».

Antonio no opuso ninguna resistencia. Se quedó sin rechistar. Se lo vio en la tele con cara de muerto. Un periodista le hizo una pregunta, pero el susto le agarrotó la boca: no dijo ni una palabra. El jefe de la policía local comentó ante la prensa que «ese tío engrosa las filas de esos turistas que consideran a los niños como unas presas. Se dan muchas situaciones de explotación en nuestro país y ese señor que viene de España metió la pata al creer que Filipinas era un paraíso sexual. Luchamos con mano dura contra esa lacra».

La celda en la que lo metieron estaba hasta los topes. Era un espanto por la suciedad, por los olores que había, por la proximidad con los otros presos. Colgado de la pared, había un espejo cuarteado. Se miró en él y ya no reconoció al hombre que había sido. Le dio miedo su imagen. Se le anudó la garganta.

«Para mí, es un trago duro», dijo Ana que lloraba a mares. «Noté que le pasaba algo. Me quedé callada, pero ahora le estoy perdiendo la confianza. Había depositado en él muchas esperanzas con el crío que tenemos. Mi marido me decía las cosas a medias y yo creo que la culpa, la tiene un tal Pablo que le hizo perder el juicio. Ahora, estoy hundida. No sé qué hacer. Necesito recobrar la tranquilidad».

Antonio esperó varias semanas antes de comparecer ante un juez. Lo interrogaron y lo largó todo como un saco reventado. Pidió disculpas tras los continuos rechazos que originó su comportamiento. A la bestia le echaron treinta años de jaula.

 

Texte écrit par Bel Bahloul

Correo electrónico : bel.bahloul@laposte.net

 

El viaje de la bestia.
01 El relato. ppsbotton
02 Vocabulario. ppsbotton
03 Unas preguntas. ppsbotton
04  El documento del alumno. ppsbotton
05  Leer, buscar, contestar. ppsbotton
06 Traducir unas frases. ppsbotton

 

Pour marque-pages : Permaliens.

Laisser un commentaire

Votre adresse e-mail ne sera pas publiée. Les champs obligatoires sont indiqués avec *