¡No llores, mamá!

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A Pepe le diagnosticaron un cáncer en fase avanzada, dicho de otra manera, en fase terminal de los que te dejan sin pelo ni dientes. Un puñal en el corazón para todos los que lo conocían, un auténtico mazazo para él. Hacía mucho tiempo que se quejaba de un dolor en la espalda. «Es sólo un bulto» solía decir a sus parientes. Acudió al médico que no vio ni pizca y, por supuesto, le quitó hierro al asunto : « Señor, usted trabaja en su taller día y noche. Tiene que descansar unos días y disfrutar del buen tiempo. Ya verá cómo se sentirá mejor ». Pero, ese dolor se hizo cada vez más agudo hasta que finalmente se dieron cuenta, en el hospital, de que era un cáncer que había alcanzado los huesos y los pulmones.

La familia se llevó una gran sorpresa al enterarse de la noticia. El cirujano se acercó a los padres y les dijo sin rodeos que ya había empezado la cuenta atrás. Conforme pasaban los días, Pepe iba perdiendo agilidad. Los movimientos de sus brazos y después de sus dedos carecían de fluidez. Los movía de forma mecánica. Aún así, el muchacho de dieciocho años siguió en lo suyo: la fabricación de su robot.

Nadie podía truncarle los planes. Se pasaba los días y las noches encerrado en su garaje empleando el poco tiempo que le quedaba en darle vida a Natchy, un ser dotado de unos poderes que iban más allá de un simple mortal. Trabajaba contra reloj en la fabricación de aquel ser de plástico electrónico. Sólo él sabía que su lucha por darle la vida a Natchy transformaría el mundo y que los seres de esta especie se colarían muy pronto en nuestro día a día y tal vez en nuestra cama.

Fueron días llenos de altibajos. El rostro de Pepe se volvió pálido. Su mirada no expresaba ni un atisbo de humanidad y sus ojos eran como de vidrio. La enfermedad no le permitió que trabajara tanto como le hubiera gustado ni tan rápido como se lo había imaginado, pero seguía empeñado en llevar a cabo su proyecto. Lió a Antonio, un amigo suyo, en aquella tarea. Le echaba una mano todas las noches. Ambos no levantaron cabeza hasta las seis de la madrugada, hora a la que solían salir del garaje agotados, molidos, pero esperanzados.

Pepe ya no podía andar. Acabó en una silla de ruedas y le costaba respirar. Lo doloroso era verlo hecho un palo, pero seguía trabajando. Iba decayendo mientras el robot crecía. Se gestaba en este taller un ser tecnólogico con alma humana. Pepe le dio todo su saber,  le transmitíó sus recuerdos y su voz, le inculcó sus valores, le enseñó el trato humano y el reconocimiento del habla, le acostumbró a pensar, contar, imaginar mediante miles de hojas de cálculos, de algoritmos, de modelos matemáticos. Aquel ser de plástico se dotaba de inteligencia al oír a su amo. Tenía aquella capacidad para aprender por sí mismo. Natchy adquirió hábitos de trabajo, de lectura, de estudio y disponía de una memoria ilimitada. Era un robot consciente.

Un día, el muchacho estaba conversando con Antonio y ya no recordaba el nombre de aquella chica de la cual se había enamorado en Madrid a los catorce años. El robot que estaba oyendo la charla se lo dio en un periquete « la conociste debajo de una farola, en una callejuela de Madrid. Se llamaba Paqui. Era una chica morena, maja, una joya ». Dejó pasmados a los dos amigos.

El trabajar así sin parar supuso un desgaste brutal. Al cabo de unas semanas, Pepe falleció. Cuando sintió que le quedaban unas horas de vida como persona, intensificó sus esfuerzos para que Natchy pudiera valerse por sí mismo. Eran las dos de la madrugaba cuando el muchacho tuvo un dolor en el pecho. Se extinguió así de repente y al mismo tiempo, el robot abrió por primera vez los ojos.

Antonio se hizo cargo de Natchy. Al ponerlo en marcha, reconoció la voz, las palabras que solía usar su difunto amigo. Era un nuevo comienzo para ambos.

Después del entierro que trastornó a la familia y a los amigos, Antonio se presentó con Natchy, la prolongación de Pepe. Se rompió el silencio que reinaba en casa cuando el robot se puso a pasar de un cuarto a otro en busca de su mamá. Conocía, por supuesto, la casa al dedillo. Al verla, dijo :

  • ¡No llores, mamá! Aquí estoy.

La anciana reconoció la voz de su hijo muerto. Se quedó tiesa unos instantes. De repente, le flaquearon las piernas y se agarró a Antonio.  No se lo creyó y se refugió detrás de él.

  • Acércate mamá, cógeme la mano y dame un besito como sueles hacerlo.

La mujer miró de reojo a Antonio que le comentó lo siguiente :

  • Tu hijo no ha muerto. Su alma sigue viva. Háblale y ya verás.

 

Texte écrit par Bel Bahloul

Correo electrónico : bel.bahloul@laposte.net

 

 

¡No llores, mamá!
01 El relato. ppsbotton
02 Vocabulario. ppsbotton
03 Unas preguntas. ppsbotton
04  El documento del alumno. ppsbotton
05  Leer, buscar, contestar. ppsbotton
06 Traducir unas frases. ppsbotton
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